Alejandra Mariel Vergara Herrera | Internacionalista UNAM
El cambio climático es definido como «un cambio de clima atribuido directa o indirectamente a la actividad humana que altera la composición de la atmósfera mundial y que se suma a la variabilidad natural del clima observada durante periodos comparables» (CMNUCC, 1992:3). En los últimos 10 mil años, las concentraciones de los gases de efecto invernadero permanecieron relativamente estables hasta el inicio de la era industrial. La combustión creciente de hidrocarburos fósiles respondió a la demanda de mayor consumo individual y el aumento de la población, hecho que junto con la deforestación condujo a un aumento en las concentraciones de gases de efecto invernadero, principalmente el dióxido de carbono (CO2), metano (CH4), óxido nitroso (N2O) y los halocarbonos (grupo de gases que contienen flúor, cloro y bromo). En consecuencia se ha observado un aumento de la temperatura de la atmósfera de 0.65ºC a 1.06ºC durante el periodo 1880-2012; así como un aumento de la temperatura de los océanos entre 0.09ºC a 0.13ºC por decenio, durante el periodo comprendido entre 1971 y 2010 (IPCC, 2013).
Es visible entonces que la modificación del entorno natural y el cambio climático es resultado del fenómeno de la creciente modernización y globalización por el incremento en la demanda de energía y materiales del entorno. Leff (2011a) considera que tal vez el crecimiento en sí no sea el problema, sino su estilo; es decir, ciertas formas de vida, ciertos sectores de la actividad económica y ciertas tecnologías empleadas para la satisfacción de determinadas prioridades impuestas por la cultura predominante. Se ha impulsado una lógica de progreso y crecimiento ilimitado bajo un régimen de producción y consumo que busca ganancias de forma ambiciosa, en una lógica de dominación del hombre sobre la naturaleza.
En efecto, Pengue (2009) menciona que «si toda la población del mundo viviera como un habitante medio de los países de altos ingresos, necesitaríamos 2,6 planetas para el sostén de todos, según la medida de la sostenibilidad del espacio productivo» (Ibídem:22). Esto significa que los niveles actuales de consumo y producción superan en un 25% la capacidad ecológica de la Tierra, perdiendo el capital natural a un ritmo considerable. «Todo esto exige un conocimiento profundo de la estructura y funcionamiento de los ecosistemas naturales, que son la base de la vida humana y de las sociedades, conocimiento que marca los límites, tanto físicos como conceptuales, a los que debe ajustarse la actividad humana y por lo tanto la economía [se trata de] comprender a los ecosistemas, como sistemas complejos, dentro de los cuales, la especie humana es una más y no es el centro de transformación y explotación de la naturaleza, por los menos, a perpetuidad» (Ibídem:30-31).
Dicho esto, el cambio de sistema de consumo y producción parece ir más allá del ámbito de cualquier negociación. Las grandes reuniones internacionales sobre cambio climático no abordan la cuestión del crecimiento económico en sí mismo (Philipe, 2009). Las soluciones hasta ahora planteadas no han contemplado las verdaderas raíces del problema. Como Leff (2010) señala, no se ofrece una explicación completa del fenómeno que enfrentamos, ni clarifica la relación que guarda el proceso económico con las leyes termodinámicas y con las condiciones de sustentabilidad ecológica del planeta.
La conexión entre naturaleza y economía ya había sido abordada por Nicholas Georgescu-Roegen en su obra La Ley de la entropía y el proceso económico (1971) donde se enfatizó que la economía tiene como base la naturaleza y mientras la economía sigue su curso a través de los procesos económicos de productividad y consumo; la naturaleza no sigue la misma lógica pues se comporta conforme a las leyes de la naturaleza y sus tasas de reposición no son similares a las del mercado. Esto quiere decir, que el proceso económico requiere de materia y energía de baja entropía obtenida de la naturaleza que se va transformando y degradando a lo largo de los procesos productivos y de consumo, obteniendo como resultado desechos degradados de alta entropía. En palabras del autor: «No necesitamos un argumento muy elaborado para ver que la cantidad máxima de vida requiere el mínimo ritmo de agotamiento de los recursos naturales (…). No puede haber duda de ello: cualquier uso de los recursos naturales para la satisfacción de necesidades no vitales significa una cantidad menor de vida en el futuro» (Ibídem:21).
En efecto, el crecimiento económico no puede dejar de alimentarse de materia y energía, se traduce en una constante destrucción y degradación de la naturaleza (Leff, 2010). Esta preocupación es plasmada también en el informe del Club de Roma, Los límites de crecimiento (1972), que aseveraba que si las tendencias existentes de crecimiento de la población y capital, de uso de los recursos, de aumento de la contaminación y de degradación de los ecosistemas se prolongaban en el tiempo sin cambios sustanciales, el resultado sería una trasgresión a los límites del planeta en la segunda década del siglo XXI.
De igual forma, en vísperas de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo, en 1992, se denunciaba «una situación global de emergencia» y pidiendo ir «más allá de pensar global, actuar local, era necesario un nuevo modelo de desarrollo». No obstante, el asunto no ha sido tocado directamente, se siguieron planteado soluciones de mercado que no favorecían a resarcir el daño medioambiental (Espinoza, 2006). Por esta razón, comenzaron a surgir publicaciones a favor de una fase prolongada de decrecimiento y «des-desarrollo». (Meadows et. al, 2004) y otras propuestas como decrecimiento económico (Latouche, 2008), por mencionar algunas.
A pesar de las propuestas, en la arena internacional prima la idea de crecimiento económico por lo que la preocupación sobre trasgredir los límites biofísicos del planeta, el cambio climático y otras cuestiones ambientales se ha desplazado hacia aspectos más pragmáticos y relacionados con la gestión económica (Naredo, 2007). El Acuerdo de los Pueblos (2010), así lo menciona: «Las corporaciones y los gobiernos de los países denominados más desarrollados nos ponen a discutir el cambio climático como un problema reducido a la elevación de la temperatura sin cuestionar la causa que es el actual sistema capitalista».
El cambio climático no ha sido tratado como un problema socio-ambiental a resolver sino como relaciones de negocios, donde el problema es administrado desde una perspectiva financiera y de mercado porque es políticamente más fácil ya que permite a los actores una flexibilidad en los compromisos de reducción de emisiones sin que afecte su producción, siendo entonces, una simple continuidad del sistema y la sobre-asignación de derechos de contaminantes (Lohmann, 2006).
Es necesario entonces un cambio de pensamiento para comprender el mundo inscrito en la crisis ambiental y la necesidad de una nueva racionalidad social que permita reorientar los comportamientos individuales y sociales ante las leyes límite de la naturaleza y las condiciones ecológicas de la vida humana (Leff, 2011b). Una reflexión sobre una transformación de los patrones de producción y consumo, hacia una distribución de los recursos más equitativa o hacia un modelo social más participativo no significan, necesariamente, la superación del sistema social capitalista. Sin embargo, el camino hacia este objetivo de largo plazo podría iniciarse desde iniciativas concretas, posibles y deseables en las coyunturas actuales, «procesos de deconstrucción y desmantelamiento que deberán estar acompañados por otros análogos destinados a construir nuevos modos de ver y de actuar hacia un camino por la sustentabilidad» (Escobar, 2007).
Queda claro que se requiere de la construcción de un nuevo paradigma en donde haya una transformación de la «ambientalización» de las ciencias, así como de una apertura hacia los saberes ambientales no científicos, incorporados a las identidades e intereses de los actores sociales que habitan y construyen sus territorios de vida (Leff, 2010). La cuestión ambiental no es en sí una problemática ecológica, «es una crisis del pensamiento y del entendimiento con las que la civilización occidental ha comprendido el ser, a los entes y a las cosas; de la racionalidad científica y tecnológica con la que ha sido dominada la naturaleza y economizado el mundo moderno; de las relaciones e interdependencias entre estos procesos materiales, simbólicos, naturales y tecnológicos» (Ibídem:176).
De esta manera, la construcción de una racionalidad ambiental no es buscar la construcción de un modelo homogéneo ni estático que busque resolver los desbalances ambientales y sociales. «La racionalidad ambiental no es un orden determinado por una estructura (económica) o una lógica del mercado, del valor, de la organización vital, del sistema ecológico, sino la resultante de un conjunto de formas de pensamiento, de normas éticas de procesos de significación y de acciones sociales que limitan o desencadenan la aplicación o la manifestación de una ley en una oposición y conjunción de intereses sociales y que orientan la reorganización social» (Leff, 2006:44-45).
Así, la construcción de una racionalidad ambiental implica entender y comprender los principios de las racionalidades culturales, de sus conocimientos y de diálogos de saberes lo cual permitirá encontrar diversos caminos hacia la sustentabilidad (Leff, 2011a). Estos saberes producirán nuevas significaciones sociales, nuevas políticas del ser, de la diversidad. Políticas fundadas «en el derecho a ser diferente, en el derecho a la autonomía, a su defensa frente al orden económico-ecológico globalizado, su unidad dominadora y su igualdad inequitativa. Es el derecho a un ser propio que reconoce su pasado y se proyecta su futuro; que restablece su territorio y reapropia su naturaleza; que recupera el saber y el habla para darse un lugar en el mundo (…), desde sus autonomías y diferencias, en el discurso y las estrategias de la sustentabilidad» (Ibídem:188).
Para entender el funcionamiento de las estrategias culturales en el manejo sustentable de los recursos naturales, es necesario comprender que influye también el conocimiento local de diferentes grupos étnicos pues al relacionarse mediante las relaciones simbólicas y productivas, van configurando «estilos étnicos»[1] de prácticas de uso de la naturaleza, constituyendo así un patrimonio de recursos naturales y culturales de las poblaciones originarias mediante un sistema de relaciones sociales y ecológicas de producción (Leff, 2013).
El hecho que se integre esta racionalidad ambiental entre las sociedades, permitió la complementariedad de un ordenamiento ecológico, tomando en cuenta la diversidad ecológica de las regiones y de los espacios geográficos, integrando regiones que se extendían más allá de los territorios de un grupo étnico particular. Esta estrategia optimizó la oferta ecológica de las diversas geografías, del uso estacional de los diferentes espacios productivos, de los ciclos ecológicos y sobre todo de los procesos de regeneración de los recursos. De acuerdo a Leff (2013), las estrategias de diversificación y complementariedad de funciones ecológicas lograron un punto de equilibrio ecológico pues se tenía entonces una percepción de la naturaleza como un espacio-tiempo constituido por un conjunto de procesos sinérgicos e integrados y no como un stock de recursos discretos. Convirtiendo estas prácticas en la base para el desarrollo del potencial ambiental para el desarrollo sustentable de cada región y de cada comunidad.
En todo caso, la diversidad étnica y las identidades culturales no se integran a la globalización económica a través de su competencia y valorización de sus saberes tradicionales en el mercado, sino como un proceso de resistencia, disidencia y demarcación a partir de la significancia y el valor cultural de sus saberes. No se trata pues de efectuar la unificación de sus sistemas de conocimientos, sino de un procesos de dispersión y autonomía de los saberes, de su reapropiación de la naturaleza en nuevos proyectos
Emergen de allí también nuevos conceptos sobre calidad de vida de individuos y comunidades, una nueva racionalidad social, de una nueva idea de bienestar tanto individual como en comunidad. Existen diversos ejemplos como el Buen Vivir de las comunidades andinas que entienden el bienestar como atributos materiales, afectivos y espirituales enmarcado en un contexto ecológico. Cabe mencionar que en algunas comunidades andinas la «comunidad» esta integrada no sólo por seres humanos, sino puede incorporar además a ciertos animales, plantas, montañas o rocas, los cuales interactúan con los humanos de diversas maneras (Gudynas, 2014:85). En el caso de México existen conceptos similares al Buen Vivir, se encuentra el k’anel de los tzotzil y el sésiirékua de los purépechas, este último es un concepto que se traduce en saber vivir en comunidad, en armonía con la naturaleza y desde la reciprocidad de lo sagrado y se tiene un principio individual de permanente dedicación a retribución a la tierra, la naturaleza y a la comunidad humana (Cariño, 2014:315).
Como se puede observar, no existe en estas sociedades tradicionales una separación entre un mundo social y otro natural, sino que los elementos de uno y otro coexisten, se vinculan mutuamente y son interdependientes. Esta es una de las grandes diferencias entre la cosmovisión de los pueblos originarios y la cosmovisión moderna; la dualidad entre hombre-naturaleza ha llevado a que sólo los humanos son los sujetos de valor, mientras que el resto de su entorno son objetos de valor dependiendo de su utilidad o relevancia para los seres humanos (Gudynas, 2014). En cambio, la percepción holística de las sociedades tradicionales sobre la naturaleza es sujeto de derecho y de valor, esto es, como recurso económico y al mismo tiempo patrimonio cultural; permitiendo no sólo preservar la biodiversidad sino incrementa su capacidad para satisfacer sus necesidades materiales, una mayor cohesión social y sólida organización social y productiva, constituyendo así condiciones para el desarrollo sustentable (Leff, 2013).
Tras esta reflexión se perfila como la mejor opción para continuar la senda de desarrollo la «construcción social y autónoma de condiciones económicas, políticas, sociales y culturales aptas para que cada pueblo encauce su propia noción de desarrollo, siempre y cuando estén en armonía con el entorno natural y, por tanto, atiendan los límites ambientales del planeta Tierra» (Delgado, 2014:178).
Finalmente, abordar la problemática del cambio climático desde sus raíces implica entonces reconocer que el actual sistema de consumo y producción trasgrede los límites naturales del planeta. Señalando como necesario la paulatina construcción y transición hacia una racionalidad ambiental que permita encontrar diversos esquemas de acceso y uso de los recursos; practicas alternativas de ordenamiento territorial; gestión de ecosistemas; patrones de producción y consumo de recursos basados en la sustentabilidad que contribuirían a mitigar el cambio climático y sobre todo, contribuir al mejoramiento del medio ambiente en general.
Bibliografía
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Philipe, B. 2009. “El desafío climático: entre toma de conciencia, negación y recuperación”. América Latina en Movimiento.
[1] Se refiere al conocimiento local que está construido por significados elaborados a través de procesos simbólicos de apropiación del mundo y de la naturaleza basados en el conocimiento local (Leff, 2013:81). Cabe mencionar que estas prácticas productivas han sido fundadas en los significados sociales y culturales asignados a la naturaleza, lo que ha generado formas especiales de percepción y apropiación, reglas sociales de acceso y uso, así como prácticas de gestión de ecosistemas y patrones de producción y consumo de recursos (Ibídem:75).